El diamante brillaba, obsceno en su opulencia, mientras Robert Blackwood permanecía arrodillado. Las miradas de los otros comensales se clavaban en Jade, una mezcla de curiosidad, envidia y, en algunos casos, lástima. El corazón de Jade martilleaba contra sus costillas, una mezcla de sorpresa, incomodidad y una furia fría.
—Robert… levántate —susurró, su voz apenas audible, un matiz de desesperación en ella. No podía creer lo que estaba pasando.
Pero Robert no se movió. Sus ojos, llenos de una súplica cruda, no se apartaron de ella. Necesitaba que le dijera que sí.
—No me levantaré hasta que me des una respuesta, Jade —dijo, enseñándole el anillo como Simba—. Cásate conmigo. Sé mi esposa. Deja que te proteja, que te ame como mereces.
La presión era inmensa. Jade sintió un nudo en la garganta. Quería gritar, quería correr, quería desaparecer, pero estaba atrapada, bajo el escrutinio de todos, bajo la mirada desesperada de Robert. Robert lo hizo público para cercarla.
—No puedo, Robert