El grito de Hywell Phoenix resonó en la vieja fábrica de Los Ángeles, un eco de pura furia y desesperación. La tensión en el aire era tan densa que casi se podía saborear el óxido y el miedo. Nick, con el arma aún pegada a la sien de Jade, la sostenía como un escudo, sus ojos desquiciados fijos en Hywell.
—¡Suéltala ahora mismo, Nick! —rugió Hywell, su propia arma nivelada, las venas de su cuello abultadas por la ira.
—¿O qué, Phoenix? ¿Me dispararás? —Nick se burló, una sonrisa cruel torciendo sus labios ensangrentados por la mordida de Jade—. Deberías haberme volado la cabeza cuando tuviste la oportunidad. Hubiera sido mucho más limpio, ¿no crees?
—Lo pienso ahora mismo, maldito bastardo —respondió con un gruñido, su voz era un hilo de acero forjado en la rabia.
El arrepentimiento quemaba en su pecho, la imagen de un Nick muerto y enterrado, la oportunidad perdida.
—Curioso, Pienso exactamente lo mismo de ti —replicó, y la presión del cañón contra la cabeza de Jade aumentó impercept