La atmósfera en la mansión de Hywell, era un denso tejido de deseo y revelación. Las palabras de Jade, “nunca dejé de sentir cosas por ti, y ahora siento tanto que puedo estallar”, resonaron en el salón, cargadas de una verdad brutal.
La cena, un despliegue de lujo y un preludio a la audacia de sus confesiones, había llegado a su fin.
El mesero apareció con el postre, una obra de arte culinaria que reflejaba la exquisitez de la cena.
Jade tomó el suyo, un delicado soufflé de frutas exóticas, y comenzó a comerlo, saboreando cada bocado. Hywell, sin embargo, no tocó el suyo. Sus ojos, oscuros y hambrientos, estaban fijos en los labios de Jade, en la forma en que se movían, en el brillo de la luz de las velas sobre ellos. El deseo era palpable en su mirada. Solo pensaba en lo mucho que le gustaría besarlos, morderlos, probar la dulzura que le estaba ofreciendo.
Jade, sintiendo la intensidad de su mirada, revoloteó sus pestañas y se encontró con los ojos de Hywell. Podía sentir ese fuego,