La mansión de Hywell en Los Ángeles estaba envuelta en una atmósfera de lujo y expectación. El camino de pétalos, el fuego en la chimenea y la mesa para dos esperaban a Jade, quien, vestida con su deslumbrante traje rojo, se sentía una mezcla de audacia y nerviosismo. Hywell la había recibido con una cortesía inesperada, sus ojos revelando una admiración que la había dejado sin aliento.
La noche se había transformado en un juego de seducción silenciosa, con el aire cargado de una tensión innegable.
Hywell la guio hacia la mesa, donde el resplandor de las velas bailaba sobre la plata y el cristal. La rosa roja en su plato era una promesa, un símbolo de la opulencia y la pasión que él quería ofrecerle. Jade se sentó, el suave roce del vestido contra la silla de terciopelo era casi inaudible. Le había prometido la mejor noche de su vida, cargada de un olor a posesividad.
—Entonces, Jade, cuéntame —animó su voz era profunda y suave, mientras el mesero silencioso les servía agua—. ¿Qué ha