La tarde cayó con un aire húmedo y denso, como si el viento presintiera que algo incómodo estaba por llegar. Y no se equivocaba.
Doña Hortensia caminaba por la finca con ese brillo extraño en los ojos. Uno que Leonel ya conocía demasiado bien: el brillo del control, de la estrategia, de una jugada planeada.
—Esta noche cenaremos en el salón principal. Tenemos una invitada especial. Quiero que estés presente, bien vestido —ordenó, sin esperar respuesta.
Leonel, cubierto de tierra tras horas de trabajo en los campos, apenas levantó la vista.
—¿Quién viene?
—Alguien que sí sabe lo que significa nuestra posición. Isadora Vermo.
El apellido le sonó conocido. De alguna vieja alianza comercial. Pero el tono en que lo dijo su madre… eso sí lo reconocía.
—No estoy interesado en tus invitadas —replicó con voz cansada.
—Pues más te vale estarlo —sentenció ella—. Porque esta vez no vas a desperdiciar otra oportunidad por una sirvientita con complejo de mártir.
Leonel apretó la mandíbula. Pero no