Desde el momento en que Isadora Vermo puso un pie en la finca, todo cambió. Con su melena cobriza ondeando al ritmo del viento y esa sonrisa sedosa que parecía invadir cada conversación, se movía entre los pasillos y salones como si siempre hubiese pertenecido allí. Hacía reír al personal, hablaba de vinos con don Álvaro, y cada vez que se dirigía a doña Cecilia, lo hacía con una dulzura melosa que lograba exactamente lo que la mujer deseaba: deslumbrar a todos.
A todos, menos a María Elena.
Ella observaba a Isadora con una mezcla de recelo y rabia que no podía disimular. La forma en que la otra mujer se deslizaba entre sus espacios, hablando con soltura, haciéndose de notar, la hacía sentir desplazada. Como si todo lo que había intentado reconstruir estuviera siendo socavado frente a sus ojos.
—Parece que tienes competencia —le susurró Rosa, la cocinera, con tono bromista pero con una mirada cargada de compasión mientras ambas preparaban té para los invitados.
María Elena forzó una s