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6. No digas su nombre

Roxana

Lucía ya me esperaba en la puerta de La Dolce Vita cuando Luigi detuvo la camioneta. Su rostro reflejaba esa preocupación maternal que solo ella conseguía transmitir sin palabras.

—Te hice de comer —dijo, abriéndome los brazos.

Me dejé envolver por su abrazo, aspirando el aroma a albahaca y harina que siempre la acompañaba, y por primera vez desde que vi a Alessandro en el auditorio, pude respirar.

Sus manos acariciaron mi espalda mientras me guiaba hacia el interior, donde las luces suaves creaban un cálido refugio.

—Paolo está revisando el inventario —murmuró mientras cerraba con llave y señaló la barra donde un plato de pasta humeante me esperaba—. Tenemos tiempo.

Cuando me quité la bufanda, su expresión cambió. Sus dedos rozaron ligeramente mi cuello, y maldije por dentro por no percatarme antes.

—¿Qué te hizo esta vez? —preguntó en voz baja.

Paolo, captando la tensión, murmuró algo sobre revisar la cocina y desapareció discretamente.

Me dejé caer en el taburete.

—Él volvió, Lu —susurré, sin mirar el plato—. Alessandro Di Marco está aquí.

Lucía se quedó inmóvil, procesando la información.

—No puede ser… Me lo temí cuando dijiste lo del peor error. ¿Qué pasó?

—Necesito que su empresa salve un proyecto. Hoy mismo sellé una colaboración. —Mi voz se quebró—. Aceptó reunirse, pero en el cumpleaños de Andrea.

—Dio mio, Roxana... —Lucía bajó la voz y me tomó la cara entre las manos—. Esto te está destruyendo. Mírate, por favor.

—Lo sé y estoy trabajando en ello. Pero necesito tiempo.

—Quizá si lo hubieras enfrentado cuando fuiste a buscarlo…

—Mateo fue claro, Lu. ¿Qué podía hacer? Me mintió y yo caí como una…

Dejé la frase sin terminar. Lucía conocía cada detalle de aquella mentira que me había atado a Valentino todos estos años.

El tintineo de la puerta trasera interrumpió nuestra conversación. Andrea entró con su mochila escolar, sonriendo al vernos.

—¡Tía Lu! ¡Mamá! —gritó Andrea, corriendo con su uniforme arrugado y esa sonrisa que me derretía el corazón—. No sabía que vendrías.

—¿Cómo estuvo la escuela, cariño? —pregunté, acariciando su cabello y recibiendo su abrazo como mi mejor aliciente.

——¡Increíble! Hablamos sobre el cerebro en ciencias. Es como una computadora súper avanzada, mamá.

—¡Mio caro bambino! —respondió Lucía, levantándose para abrazarlo.

—¿Paolo podrá ayudarme con el tiramisú que me prometió?

—Primero, ven a comer algo —dijo mi amiga, pero Andrea negó arrugando la cara.

—Si no vas a comer, al menos ven a ayudarme —gritó Paolo desde la cocina—. Pero lávate las manos primero.

Observé a mi hijo ponerse el delantal con entusiasmo y le explicaba algo a Paolo, quien escuchaba con genuino interés. Por un buen rato los observamos bromear en silencio, hasta que Lucía sostuvo mi mano.

—Sé que tendrás cuidado, Rox. Pero si algo sale mal, lo que sea, promete que vendrás conmigo. No necesitas sufrir más con esa familia.

—Lo prometo, Lu. Pero si hago un movimiento en falso, Valentino me quita a Andrea. Y…

Salté con el insistente sonido de una bocina que venía de la calle y Andrea salió de la cocina arrastrando los pies y me miró con una resignación que no debería existir en un niño de diez años.

—Papá tiene prisa otra vez.

Salí a la acera, furiosa. Valentino estaba dentro de su Maserati.

—¿No puedes esperar cinco minutos? —le grité.

—Roxana —murmuró Lucía detrás de mí con mi bolso y la bufanda en las manos—. No vale la pena.

Bajó la ventanilla con expresión impaciente.

—La cena con los Moretti es en una hora. Sube ya.

Sentí las miradas de los transeúntes y el dueño de la pizzería de al lado asomándose curioso. La humillación me quemó las mejillas, pero Andrea ya caminaba hacia el auto como si fuera lo más normal del mundo.

* * *

Cerré la puerta con más fuerza de la necesaria sin mirarlo y el chirrido de los neumáticos fue su respuesta inmediata.

Detrás de nosotros, Andrea movía levemente la cabeza al ritmo de lo que escuchaba en sus auriculares enormes, ajeno y feliz en su burbuja, desconectado de la tensión que espesaba el aire entre su padre y yo.

Los dedos de Valentino tamborileaban sobre el volante, su anillo de bodas reflejando las luces del tablero con cada toque. Había estado inusualmente callado desde que salimos de casa, pero las miradas de reojo que me lanzaba dejaban claro que el silencio no iba a durar.

—¿Para qué sigues con esas amistades? —preguntó al fin, con un tono casual que apenas disipó su desprecio tan familiar—. La familia de Lucía te fue útil en su momento, pero en serio, Roxana, ya estamos más allá de eso.

Apreté la mandíbula, mirando al frente, al tráfico.

—A los Bianchi les debo mucho. Me dieron trabajo cuando más lo necesité.

—Y ya lo pagaste con creces al hacerlos dueños de un restaurante tan prestigioso como La Dolce Vita —replicó con suavidad—. La deuda está más que saldada.

Su voz destilaba esa superioridad que convertía toda generosidad en una simple transacción. Me recosté contra el respaldo, esa distancia mínima que él siempre traducía como un acto de rebelión.

Pasaron varios minutos sin una palabra. El único sonido era el del motor constante y la música que se colaba apagada desde los auriculares de Andrea. Sabía que Valentino esperaba una reacción, pero no le di esa satisfacción.

—Hablé con papá —dijo al fin, casi con desgano—. Según él, encontraste una salida para Terra Nova.

Mi estómago se contrajo, pero mantuve la expresión neutral.

—Es una posibilidad.

—Parecía… optimista —dijo Valentino—. Lo cual es curioso, considerando el desastre que se ha vuelto ese proyecto.

—Solo estoy haciendo mi trabajo.

—No confundas relaciones públicas con soluciones reales, querida —murmuró, dejando caer una mano sobre mi rodilla—. ¿De qué empresa estamos hablando? ¿Cuál es el nombre?

La pregunta quedó suspendida entre nosotros y observé su perfil cuando se detuvo en un semáforo. Sabía que Francesco querría detalles y el consejo también. No había escenario posible en el que pudiera seguir ocultándolo.

—Quantum —dije al fin, en un susurro apenas audible.

El semáforo cambió a verde, pero él no avanzó. Las bocinas comenzaron a sonar detrás de nosotros, impacientes. Yo me quedé inmóvil, esperando ese momento inevitable en que su mente conectara los puntos, en que recordara de quién era esa empresa. Y entonces, ya no habría vuelta atrás.

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