Alessandro
El cristal crujió bajo mis zapatos cuando me lancé hacia el vehículo que acababa de impactar al ver el hilo de sangre que descendía por la sien de la mujer que había dentro. La adrenalina seguía pulsando en mis venas, por lo que provocó mi distracción mientras forcejeaba con la manija.
La llamada de mi contador sobre la crisis financiera de Domus Áurea y mi forma de celebrarlo con Mateo mientras conducía terminaron en esto: Una total imprudencia, pero al final solo una advertencia de lo que podría haber sido una tragedia mayor.
—¿Está bien? —Extendí mi mano hacia ella—. Deberíamos ir a un hospital.
—¿Luigi? —reconocí al conductor que durante años me había llevado a clases de esgrima y escapadas secretas a conciertos—. Lo siento mucho.
El hombre, con más canas de las que recordaba, me sonrió con afecto.
—Señor Alessandro. La señora está...
No terminó la frase. La mujer cambió su expresión de dolor a una de frialdad al escuchar mi nombre.
—¿Qué cree que hace? ¡Casi me mata! —exclamó ella mientras presionaba un pañuelo rosa contra la herida en su frente. Su voz tenía un acento español inconfundible, que encontré melodioso a pesar de la furia que lo impregnaba.
—Fue un accidente. Permita que… —Intenté sonar conciliador.
—¿Me toma el pelo? —me interrumpió, destilando desdén—. Iba a toda velocidad como un loco. Tiene suerte de que no esté llamando a la policía.
Su reacción me descolocó. Al observarla con atención, quedé cautivado por su belleza feroz: cabello oscuro que caía en ondas desordenadas enmarcando unos expresivos ojos miel. Un destello de reconocimiento cruzó su mirada antes de que se pusiera unas gafas de sol con un gesto brusco, pero bastó para provocar en mí una inquietante sensación de familiaridad.
—Entiendo su enojo, solo quiero ayudar —insistí.
—No la necesito. —Me lanzó una mirada que podría haber congelado el Mediterráneo cuando volví a extender mi mano hacia ella—. Tengo asuntos urgentes que atender y usted ya ha causado suficientes problemas.
Apreté los labios, más fascinado que ofendido por su enojo. Pero eso me duró poco cuando dio un paso hacia Mateo, ignorándome, como si no mereciera su atención, y sentí una irritación que ningún insulto directo habría provocado.
—Mire, no tenemos tiempo para esto —intenté sonar práctico, aunque mi voz traicionó cierta tensión.
—Señorita, debemos llegar a la convención —intervino Mateo, siempre el diplomático—. Intercambiemos los datos del seguro con celeridad y...
—¿Y cree que yo estoy aquí de paseo? —respondió ella, mirando su reloj con impaciencia.
La observé mientras daba instrucciones precisas a Luigi, sacando algunas pertenencias del auto abollado. Y Mateo se acercó a mi lado, evaluando los daños mientras negaba con una sonrisa contenida.
—Yo me encargo del papeleo y el seguro. —Palmeó mi hombro—. Tú tienes una presentación en veinte minutos.
Noté cómo la mujer evitó mirarme. Su reacción parecía contener más que el enfado por el accidente que yo no comprendía.
—Mi conductor tiene todos los datos, pero… —Ella le entregó una tarjeta de presentación a Mateo antes de darnos la espalda e irse sin más.
Lo escuché leer el nombre impreso al mismo tiempo que me entregó el plástico:
—Roxana Navarro, Directora Financiera, Domus Áurea. Interesante coincidencia —murmuró, interrumpiendo mis pensamientos—. Justo cuando hablábamos del diablo.
Las piezas encajaron como un reloj suizo. La esposa de Valentino, mi hermano menor. La novia silenciosa y esquiva en aquella boda a la que asistí por pura obligación familiar antes de mi partida definitiva, y a quien apenas podía recordar.
Hace diez años, juré que nunca volvería a tener nada que ver con Domus y ahora, el destino parecía decidido a probar mi determinación mientras veía a Roxana desaparecer por las puertas del Centro de Convenciones.
***
Veinte minutos después, con el traje apenas arrugado y aún algo perturbado por el encuentro, me encontraba frente al auditorio. El lugar se sumió en la penumbra cuando tomé el escenario. En la sección media, divisé a Roxana con una pequeña bandita adhesiva en la frente, vestigio del accidente, y me pregunté por qué no usaba el peso del apellido familiar en su tarjeta profesional. Su presencia me provocó un cosquilleo inesperado en la nuca, pero respiré hondo y comencé.
—¿Qué es la domótica? No se trata solo de casas inteligentes, sino de crear entornos que respondan a necesidades humanas reales.
Recorrí el escenario mientras señalaba hacia la pantalla, pero mi mirada volvió a Roxana. Sacó una libreta y un bolígrafo, y sentí un súbito deseo de impresionarla.
—La verdadera innovación reside en cómo los microprocesadores de aprendizaje continuo interactúan con sistemas neuronales adaptativos para crear ecosistemas sensibles al contexto —dije, elevando el nivel técnico más de lo planeado.
Desde un lateral del escenario, vi a Mateo arquear una ceja. Siguió mi mirada hasta Roxana y me dedicó una sonrisa burlona. Articuló en silencio: «¿En serio?», lo que me hizo toser un poco.
—En palabras más sencillas —rectifiqué—, creamos tecnología que se adapta a las personas, no al revés.
Me aclaré la garganta e ignoré la expresión divertida de Mateo al agregar:
—En Singapur, una red de represas inteligentes ajusta la captación de agua según pronósticos meteorológicos en tiempo real, optimizando la distribución durante temporadas de sequía sin intervención humana.
Las imágenes cambiaron a otro entorno.
—En una residencia para veteranos de guerra en California, implementamos superficies táctiles invisibles que responden a diferentes niveles de presión. Para aquellos con prótesis, el sistema reconoce sus patrones de movimiento únicos, ajustando la sensibilidad según cada usuario sin necesidad de configuraciones manuales.
Mientras desarrollaba otro ejemplo sobre un museo, noté que Roxana dejó de escribir. Parecía interesada en la presentación y ese pequeño gesto provocó en mí una satisfacción inexplicable.
—A veces, la mejor tecnología es la que ni siquiera sabes que está presente —añadí. Sostuve su mirada un segundo más de lo apropiado y ella me devolvió una sonrisa fugaz.
Algo tan inesperado que le sonreí también, pero al darme cuenta, tuve que darle la espalda al público para avanzar a la siguiente diapositiva y controlar el calor irracional que ascendió por mi cuello mientras buscaba concentrarme.
—Hace dos semanas —sentí una punzada de culpa al mencionar esto—: mi esposa organizó una cena para sus colegas del mundo del arte.
La sensación incómoda se intensificó, acompañada de una pregunta peor: ¿por qué me importaba tanto lo que pensara esta mujer?
—El sistema, que aprende de nuestros hábitos, identificó un patrón inusual en la duración de la reunión. Ajustó la iluminación y la música para sugerir un cierre con sutileza.
—A las once, frustrado porque nadie captaba la indirecta, murmuré: ¿Alguna sugerencia para que estas personas se vayan? —las risas comenzaron—. El sistema proyectó en el muro: «Les recordamos que el último metro sale en 15 minutos».
El auditorio estalló en carcajadas y la risa de Roxana le cambió el rostro; la severidad de antes fue reemplazada por una calidez que me dejó sin aliento.
Por un segundo no supe dónde estaba. Ni quién era yo. Y eso fue peor.
—Yo... —balbuceé, algo inusual en mis presentaciones.
Mateo tosió desde un costado, sacándome del trance con una mirada que decía con claridad: «¿Qué demonios te pasa?».
Y fui consciente de mi reacción desmedida ante un simple gesto de apreciación.
—Mi esposa no me dirigió la palabra durante dos días —improvisé, recuperando el control—. Pero recibimos tres solicitudes de presupuesto esa misma semana. Esperamos obtener algunas más en nuestro stand al final del día. Gracias.
El auditorio estalló en ovaciones, pero yo buscaba solo una reacción: la suya. La encontré haciendo lo mismo, aunque ya sin la calidez de antes. Ahora parecía evaluarme a detalle, y a diferencia de la tibia mirada de Deborah, la suya me desarmó. Cuando se levantó para irse, el daño ya estaba hecho: por primera vez en años, deseé volver a ser mirado así.