Roxana
Cada paso hacia la oficina de Valentino era como avanzar a una trampa conocida. Ese espacio había presenciado más de lo que me gustaría recordar.
El lugar era un monumento a la vanidad: fotografías con celebridades y políticos, trofeos de torneos de golf y polo, arte seleccionado por su mejor curador. Ventanales que enmarcaban Milán como si la ciudad le perteneciera, mobiliario que susurraba exclusividad y ese característico aroma a sándalo que mandó a crear con un perfumista francés.
Cada elemento existía para un propósito: impresionar.
Cerró la puerta tras de sí, me sonrió y dio la espalda.
—Estuviste brillante ahí dentro. —Se sirvió un whisky del decantador de cristal—. Casi me convences hasta a mí. ¿Quieres una copa?
—No, gracias. —Con las manos vacías entrelacé para disimular su temblor.
Se quedó de espaldas, contemplando la ciudad mientras hacía girar el líquido ámbar en su vaso, dándome tiempo para que la ansiedad creciera.
—Presenté datos verificables —mantuve el mentón alto—. Solo hice mi trabajo.
Con cada segundo de su silencio, sentía cómo mi determinación se diluía. Se giró y me estudió con esa sonrisa calculada que reservaba para sus negociaciones más importantes.
—¿Sabes cuál es tu trabajo, Roxana? —dio un paso hacia mí—. ¿El que te ha mantenido aquí todos estos años?
—Ser directora financiera —respondí, y me sentí estúpida al instante.
Valentino rio y se acercó hasta que el calor emanando de su cuerpo chocó contra mí y con delicadeza, apartó un mechón de mi cabello.
—Mi amore —susurró mientras sus ojos recorrían mi rostro—, tu única labor es ser el trofeo perfecto. La esposa brillante, educada, hermosa. Mi obra maestra.
Sus dedos recorrieron mi mejilla en una caricia hasta mis labios y los separó antes de apoderarse de ellos con una pericia que me dejó sin aliento. Al alejarse de mi boca, sonrió y la calidez abandonó su mirada.
—Te elegí precisamente por eso —continuó—. El pedigrí académico que impresionaría a mi padre y la belleza que envidiarían los hombres a mi alrededor. El equilibrio perfecto.
Su trofeo. Era justo lo que busqué ser al principio, cuando el apellido Di Marco representaba todo lo que ambicionaba. Pero eso fue antes de entender el verdadero precio.
—Necesito ir al Centro de Convenciones —logré articular—. Tu padre espera resultados.
—Siempre él. —Su sonrisa se tensó un poco antes de suspirar, mientras giraba el anillo con el escudo familiar en su dedo—. Después de todos estos años, sigues creyendo que podrías impresionarlo cuando solo te considera una extensión útil de mí.
Se acercó a su escritorio y apoyó la cadera contra el borde, estudiándome con esa mirada que alternaba entre admiración y cálculo.
—Hoy cruzaste una línea, Roxana. —Su voz era aterciopelada pero firme—. Me expusiste. Me debilitaste. ¿Disfrutaste tu pequeño momento de gloria?
—Intentaba salvar el proyecto —me defendí.
—¿De verdad crees que Terra Nova es tan importante? —negó con la cabeza—. Hay cincuenta formas de absorber esas pérdidas sin que nadie lo note.
—Es mi deber proteger la empresa, incluso de tus caprichos. Además, … —Insistí, pero antes de continuar vi el momento exacto en que sus ojos se endurecieron; una vena palpitó en su sien.
—Tu deber es serme leal. No convertirte en la mascota de mi padre.
Me tomó por la cintura y me atrajo hacia él paramurmurar contra mi oído:
—Ya que has decidido tener voz, vamos a darle a esa boca un mejor uso —murmuró, empujando mi hombro hacia abajo.
Mi estómago se contrajo. No era la primera vez. Pero esta vez, algo me ardía por dentro. Una rabia áspera, inesperada, que ni siquiera sabía de dónde venía.
—No —la palabra salió antes de poder detenerla.
Valentino parpadeó antes de preguntar:
—¿Disculpa?
—Dije que no —mi voz sonó firme, aunque mi corazón martilleaba—. Tengo que representar a Domus en menos de una hora. No voy a aparecer con los ojos hinchados y el maquillaje corrido.
Su risa fue breve y cruel cuando su mano se cerró alrededor de mi mandíbula hasta que me quejé.
—¿Ahora te preocupan las apariencias? Creo que no entiendes tu posición, querida.
Me guio hacia el escritorio y me inclinó sobre la superficie pulida con una gentileza que lo hizo todo más perturbador al inmovilizarme con su cuerpo, sin esfuerzo Mi mejilla se posó contra la madera fría y bajé la mirada. Me odiaba por ceder. Pero aún más, por el silencio con que lo hice.
—Valentino, por favor. La convención...
—Eso puede esperar —sentí su aliento contra mi cuello—. Yo no.
Intenté incorporarme, pero su mano en mi nuca ejerció una presión suave aunque firme.
—Andrea... —Fue mi último recurso.
—Él tiene asegurado su futuro porque es un Di Marco —respondió con inquebrantable convicción—. Tú no.
Sus manos recorrieron mi cuerpo con dominio absoluto. Lo peor no era la humillación. Sino el que, por un segundo fugaz, mi mente traicionera recordó aquella noche en Portofino, sus manos gentiles guiándome por la terraza iluminada, susurrando al oído que era la mujer más brillante que había conocido. Antes de que el poder se convirtiera en control y los cumplidos en jaulas.
Para cuando terminó, me incorporé y con movimientos mecánicos alisé la falda, ajusté la blusa, recompuse mi peinado y caminé al baño. Valentino se acomodó la ropa con elegancia estudiada y me siguió. Miré mi desprolijo reflejo entre lágrimas contenidas.
—Ahora puedes ir a tu convención. Consigue esos inversores. —Demuestra tu valía —soltó con gracia mientras se lavaba las manos.
—Roxana... —me detuvo cuando giré el picaporte.
Volteé, y él ya había recuperado la sonrisa que me convenció de que el amor era posible.
—Recuerda una cosa —dijo con voz casi tierna—. Puedes impresionar a esos inversores, deslumbrar a toda la junta. Incluso ganarte la aprobación de mi padre. Pero al final del día —hizo una pausa deliberada—, las felicitaciones son mías, porque me perteneces.
No le respondí. Caminé hacia la puerta sin bajar la mirada. Aprendí hace tiempo que en Domus, las heridas se esconden. Aquí no se sangra frente a los lobos.
En el baño de mi oficina, apoyé ambas manos en el lavabo y una arcada repentina me dobló. No llegué a vomitar, pero el sabor amargo de la bilis permaneció en mi garganta aun después de enjuagar mi boca.
Al retocar mi labial, caí en cuenta de que Valentino al fin le dio voz a mis pensamientos: mi valor siempre iba a ser definido por él mientras llevara su apellido.
Recogí mi maletín, los informes y mi cartera. Con cada objeto que metía en mi bolso, recuperaba un fragmento de control. Salí de Domus con la espalda recta y la mirada al frente. El Centro de Convenciones me esperaba; un lugar donde, por unas horas, podría ser solo Roxana Navarro, la brillante CFO, no la propiedad de Valentino Di Marco.
En el coche, intenté concentrarme en el evento. Necesitaba establecer conexiones sólidas, personas que pudieran respaldarme como profesional cuando al fin ejecutara mi plan. Cada tarjeta intercambiada, cada impresión positiva contaba.
El conductor giró hacia el estacionamiento subterráneo. Apenas registré el destello plateado del otro vehículo antes del impacto. El chirrido de neumáticos, el crujido del metal y luego mi cuerpo lanzado con violencia contra el cinturón.
Cuando el mundo dejó de girar, sentí algo cálido deslizándose por mi sien. Con dedos temblorosos, toqué mi frente y vi sangre.
—¿Señora Di Marco? ¿Me oye? —la voz de Luigi sonaba distante.
Alguien golpeaba la ventanilla.
Giré la cabeza y el mundo entero se redujo a un solo punto cuando mis ojos se encontraron con los de Alessandro Di Marco.
Mi calculado plan de escape acababa de colisionar con la única variable que jamás contemplé y que podía arruinarlo todo solo con su presencia.