El almacén estaba oscuro y olía a óxido y aceite viejo. Una única bombilla colgaba del techo, balanceándose, iluminando lo justo para ver las caras tensas de mis hombres y de mi amigo policía, que estaba allí para asegurarse de que nadie interrumpiera lo que estaba a punto de pasar.
Suspiré, ajustando las mangas de mi chaqueta mientras avanzaba hacia el centro del lugar, donde Thomaz estaba atado a una silla. Su voz resonaba por el galpón, gritando insultos y exigiendo que lo soltaran. Era gracioso, casi melodioso. En cuanto me vio, se calló, con los ojos entrecerrados de odio mientras me miraba fijamente.
—Vas a pagar por esto, Christian —soltó con veneno en la voz.
Arrastré una silla de metal hasta quedar frente a él, el ruido contra el cemento retumbó por todo el sitio. Me senté con calma, cruzando las piernas y adoptando esa postura relajada que sabía que lo sacaba de quicio. Odiaba no tener el control, y eso a mí me encantaba.
Me quedé en silencio unos segundos, simplemente obser