Alejandro llegó sin avisar.
No hubo llamada previa, ni mensaje, ni ese acuerdo tácito que habían construido en los últimos meses para preparar las ausencias y los regresos. Simplemente apareció. Un golpe suave en la puerta, a media tarde, cuando el sol entraba inclinado por las ventanas y la casa estaba envuelta en ese silencio tibio que acompaña a quienes viven esperando.
Emma estaba sentada en el sofá, con una manta sobre las piernas y un libro abierto que no estaba leyendo. Había aprendido a fingir normalidad durante el reposo: respiraciones medidas, movimientos lentos, pensamientos que no se atrevían a ir demasiado lejos. Sofía estaba en su habitación, haciendo una tarea escolar con una seriedad que no correspondía a su edad.
El sonido del timbre la sobresaltó.
No esperaba a nadie.
Cuando se puso de pie, el mundo se movió un segundo más de lo habitual. Apoyó la mano en el respaldo del sofá, respiró hondo y caminó despacio hasta la puerta.
La abrió.
Y allí estaba él.
Alejandro tení