Lo que permanece cuando el otro se ausenta
Las semanas comenzaron a parecerse unas a otras de una forma inquietante.
Emma aprendió a medir el tiempo no por los días del calendario, sino por las horas de reposo, las pastillas alineadas en la mesa de noche, las ecografías marcadas con tinta azul en una libreta que antes usaba para escribir pensamientos felices. El médico había sido claro: descanso absoluto, estrés mínimo, vigilancia constante. Su cuerpo estaba sosteniendo una vida frágil, y cualquier exceso —emocional o físico— podía romper el equilibrio.
La casa, que siempre había sido un refugio luminoso, adquirió un silencio distinto. No triste. No vacío. Solo… expectante.
Sofía hacía lo imposible por no correr, por no hablar demasiado fuerte, por no preguntar más de la cuenta. Había crecido de golpe en esas semanas, como si entendiera que su madre necesitaba algo más que obediencia: necesitaba calma. A veces se sentaba a su lado en la cama y le leía en voz baja, otras simplemente se