No era un silencio incómodo, ni vacío. Era ese tipo de quietud que solo existe cuando todos duermen y el mundo parece contener la respiración. Emma permanecía sentada en el borde del sofá, con una manta ligera sobre las piernas y una taza de té ya frío entre las manos. No recordaba cuánto tiempo llevaba allí. Solo sabía que no tenía sueño… y que tampoco quería acostarse.
Sofía dormía en su habitación, abrazada a una almohada demasiado grande para su cuerpo. La respiración regular de la niña era, en ese momento, el único sonido que le daba a Emma la certeza de que todo seguía en su lugar. Que al menos algo no estaba cambiando.
Apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá y cerró los ojos.
El embarazo pesaba. No solo en el cuerpo —ese cansancio nuevo, más profundo, más silencioso— sino en el alma. Cada latido del pequeño ser que crecía dentro de ella le recordaba que estaba creando vida en medio de una grieta emocional que no sabía cómo cerrar.
Alejandro.
Su nombre aparecía en su mente c