Emma estaba doblando ropa en la habitación cuando sintió el mareo.
No fue fuerte, solo ese pequeño aviso silencioso que su cuerpo le enviaba últimamente. Se apoyó en el borde de la cama y respiró hondo, una mano instintivamente posándose sobre su vientre.
—Todo está bien —se dijo en voz baja.
La casa estaba en calma. Sofía dormía la siesta con su hermanita, y el mar, a lo lejos, golpeaba la costa con una constancia casi hipnótica. Era una tarde cualquiera. Tranquila. Predecible.
Por eso, cuando escuchó la puerta principal abrirse, no reaccionó de inmediato.
Pensó que era el viento.
O algún vecino confundido.
Pero entonces escuchó pasos.
Firmes. Conocidos.
El corazón le dio un vuelco violento.
—¿Alejandro…? —susurró, sin atreverse aún a creerlo.
La puerta de la habitación se abrió.
Él estaba ahí.
Con el abrigo aún puesto, el cabello ligeramente despeinado por el viaje, los ojos oscuros recorriéndola como si necesitara comprobar que era real. Como si temiera que, si parpadeaba, ella des