La ciudad parecía distinta cuando se la recorría sola.
No más peligrosa, no más fría.
Solo distinta.
Emma caminaba despacio por la avenida bordeada de plátanos, con el cochecito de la bebé empujándose suave frente a ella y Sofía caminando a su lado, distraída contando los pasos entre las baldosas. Era una tarde clara, de esas en las que Europa parecía detenida en una postal perfecta: terrazas llenas, conversaciones bajas, copas brillando al sol.
Alejandro llevaba tres semanas en otra ciudad.
Tres semanas de llamadas nocturnas, mensajes largos, fotos enviadas con nostalgia…
y una ausencia que empezaba a sentirse en el cuerpo.
Emma no dudaba de su amor.
Pero sí empezaba a sentir el peso de la distancia.
Entró al café que frecuentaba desde hacía meses. Pequeño, elegante, con madera clara y ventanales amplios. Ya conocían su pedido. Ya sabían su nombre.
—Lo de siempre, Emma —dijo el camarero con una sonrisa amable.
Ella asintió, acomodándose en una mesa junto a la ventana. Sacó un libro q