La casa quedó demasiado grande el día que Alejandro se fue.
No era silencio absoluto, porque Sofía hablaba sin parar y la pequeña —todavía torpe, todavía descubriendo el mundo— llenaba los espacios con risas y juguetes. Pero para Emma, el silencio tenía otra forma: estaba en la ausencia del peso de Alejandro en la cama, en el café que ya no compartían al amanecer, en las noches en que el cuerpo lo buscaba por costumbre.
El acuerdo había sido claro.
Temporal.
Necesario.
Por el bien de todos.
Aun así, dolía.
Emma cerró la puerta después de despedirlo y apoyó la frente en la madera durante unos segundos, respirando hondo, sosteniendo las lágrimas. No quería que Sofía la viera frágil. No hoy. No el primer día.
—Mamá —llamó la niña desde la sala—, ¿puedo llevar a mi hermanita al parque?
Emma se secó los ojos, forzó una sonrisa y salió.
—Claro que sí. Pero despacio, ¿sí?
Sofía asintió con una seriedad que no siempre tenía. Desde que Alejandro se había ido a otra ciudad por trabajo, se había