La casa seguía oliendo a café recién hecho y a pan caliente cada mañana. Emma se había acostumbrado a ese ritual europeo sin darse cuenta: levantarse temprano, abrir las ventanas, dejar que el aire fresco entrara mezclado con el sonido lejano de bicicletas y conversaciones en otro idioma. Era una vida tranquila. Demasiado tranquila, quizá.
Sofía estaba sentada en la mesa del comedor, dibujando con concentración absoluta, mientras la pequeña Emilia dormía en su moisés cerca de la ventana. Tenía apenas un año y medio, mejillas redondas y el sueño liviano de los bebés que aún no conocen el mundo como un lugar peligroso.
Emma apoyó una mano en su vientre sin pensar.
El gesto ya era automático.
El segundo embarazo avanzaba con calma, distinto al primero. No había miedo esta vez. Había cansancio, sí, y esa mezcla constante de emoción y fragilidad, pero también había experiencia, estabilidad… y una familia.
—Mamá —dijo Sofía sin levantar la vista—, ¿papá va a desayunar con nosotros hoy?
Emma