El cielo de la costa italiana tenía un tono dorado que parecía una bendición. El mar estaba quieto, respirando con suavidad, como si incluso las olas se hubieran acostumbrado a la paz que ahora reinaba en la vida de los Ríos–Blackwood.
Emma estaba sentada en la terraza, en una silla mecida por el viento cálido del verano. Sus manos descansaban sobre su vientre, donde una vida nueva latía al ritmo perfecto de su propio corazón. Sofía jugaba en el jardín, construyendo castillos de conchas y flores. Y Alejandro… Alejandro la miraba como si el mundo entero cupiera en una sola imagen.
Él se acercó por detrás, deslizó sus brazos alrededor de su cintura y apoyó la mejilla en su hombro.
—No puedo creer que esto sea real —susurró.
Emma sonrió, dejando que el viento le moviera el cabello.
—Siempre fue real. Solo nos costó encontrarlo.
Alejandro la besó en la sien, con esa devoción tranquila que solo aparece después de destruir muros, sanar heridas y construir un hogar desde cero.
—¿Sabes qué me