El camino hacia el supuesto refugio era un manto de sombras que parecía devorarlos a cada paso. La camioneta avanzaba lenta, con los faros cortando apenas un trozo del asfalto húmedo por la lluvia de la noche anterior. Dentro, el silencio pesaba como plomo, solo interrumpido por el rugido del motor y el repiqueteo constante de los limpiaparabrisas. Alejandro conducía con los nudillos apretados contra el volante, la mirada fija al frente, como si con la sola fuerza de su voluntad pudiera mantenerlos a salvo de lo que los acechaba. A su lado, Emma lo observaba en silencio, leyendo en su perfil el cansancio, el dolor y la furia contenida que lo carcomían por dentro.
Mateo iba en el asiento trasero, sosteniendo la mano de Clara con fuerza, como si temiera que se la arrancaran de nuevo de entre los dedos. Ella apoyaba la cabeza en su hombro, tratando de ofrecerle calma, aunque sus ojos rojos delataban que había llorado en silencio durante buena parte del trayecto. Y más allá, en el rincón,