El amanecer llegó acompañado de un murmullo extraño en el aire. La ciudad parecía contener la respiración, como si supiera que algo grande estaba a punto de suceder. En el apartamento, la tensión era palpable; cada uno de ellos lo sentía en la piel.
Lucía, sentada frente a la mesa del comedor, repasaba una y otra vez los documentos que había logrado ocultar durante sus años de cautiverio. Eran papeles manchados, arrugados, con nombres codificados, cifras ocultas tras siglas que solo ella podía descifrar. Cada palabra escrita allí era un cuchillo en el corazón de Arturo Salvatierra.
Alejandro la observaba en silencio, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Emma, desde el sofá, notaba cómo sus ojos se oscurecían cada vez que su hermana mencionaba el nombre de ese hombre. Era odio puro, una rabia que corría como veneno por sus venas.
—Si estos documentos ven la luz —dijo Lucía con calma, aunque sus dedos temblaban—, Salvatierra no tendrá escapatoria. Aquí están los registros de