El estruendo de la puerta al reventar fue como un trueno que se incrustó en cada rincón del apartamento. La madera voló en astillas, el aire se llenó de polvo y gritos. Los hombres de Salvatierra irrumpieron con botas pesadas y armas en alto, su sombra oscureciendo la sala como una tormenta imparable.
Alejandro reaccionó instintivamente. Empujó a Emma contra la pared más cercana, cubriéndola con su propio cuerpo. Su corazón retumbaba como un tambor de guerra, no de miedo, sino de una furia que lo consumía desde las entrañas.
—¡Atrás! —rugió, disparando contra el primero que cruzó el umbral. La bala lo derribó de inmediato, pero otros cinco tomaron su lugar.
Mateo gritó desde la cocina:
—¡Por aquí, Clara, muévete!
Pero no había tiempo. Una ráfaga de disparos recorrió la sala, rompiendo ventanas y muebles. Emma se cubrió los oídos, temblando, pero se aferró a Alejandro como si él fuera lo único que la mantenía viva.
Lucía se lanzó al suelo, arrastrando consigo el maletín con los documen