El amanecer apenas despuntaba en la ciudad, pero para ellos no había diferencia entre la noche y el día. En los dos autos que avanzaban lentamente por calles desiertas, el aire estaba impregnado de tensión. Nadie hablaba; el silencio era tan pesado que incluso los latidos del corazón parecían un ruido demasiado fuerte.
Alejandro manejaba el primero de los vehículos. Sus manos estaban tensas en el volante, los nudillos blancos de tanta presión. La luz tenue que entraba por el parabrisas dibujaba en su rostro sombras que lo hacían parecer más endurecido, más fiero. Emma, a su lado, lo observaba de reojo. En su pecho, el miedo palpitaba como un tambor, pero había algo más que lo contrarrestaba: la certeza de que, aunque el mundo se desplomara, Alejandro estaba allí, dispuesto a todo por protegerla.
En el asiento trasero, Mateo no podía permanecer quieto. Tamborileaba con los dedos sobre la ventana, miraba hacia afuera con ojos desorbitados, y cada tanto se inclinaba hacia adelante, como