El reloj del cuarto de hospital marcaba las 2:58 de la madrugada. La habitación estaba sumida en un silencio tenso, apenas interrumpido por el bip constante de la máquina que monitoreaba las pulsaciones de Emma. Alejandro se mantenía de pie, junto a la ventana, con la mirada fija en el reflejo oscuro del vidrio. No era solo impaciencia; era la necesidad visceral de actuar, de no dejar que la amenaza de Don Martín y Salvatierra les cayera encima como una guillotina.
Emma, sentada en la cama con una bata ligera, miraba a Alejandro con el corazón acelerado. Sabía que él estaba listo para arriesgarlo todo, pero dentro de ella el miedo seguía vivo. Sus labios temblaban, aunque trataba de mantener la calma.
Mateo revisaba por última vez la carpeta con los planos del hospital. A las 2:59, levantó la mirada y dijo en voz baja:
—Es ahora o nunca.
Alejandro asintió, apretando la mandíbula.
—Emma, confía en mí. No te soltaré la mano ni un segundo.
Ella respiró hondo y lo tomó de la mano, con un