Capítulo 30

La noche en la ciudad parecía más pesada que nunca. Emma se acomodó en la silla de madera del pequeño despacho donde Mateo había desplegado carpetas, discos duros y notas manuscritas de Alejandro. El olor a papel viejo mezclado con café recién colado llenaba la habitación, creando una atmósfera cargada, como si hasta el aire supiera que algo trascendental estaba a punto de descubrirse.

Mateo, con el ceño fruncido y las gafas apoyadas en la punta de la nariz, hojeaba un expediente con rapidez.

—Aquí está… —murmuró, alzando un papel amarillento—. El financiamiento no viene solo de benefactores anónimos, Emma. Mira este nombre.

Emma se inclinó. El corazón le dio un vuelco al leerlo: Arturo Salvatierra. Un apellido que había escuchado en susurros en el orfanato, en las noches donde las hermanas pensaban que los niños dormían.

—Ese hombre… —dijo en voz baja—. Lo mencionaban junto a las “visitas especiales”. Nora lo escuchó una vez. Era como si fuera intocable.

Mateo asintió, golpeando suav
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