El hospital estaba sumido en un silencio extraño, interrumpido solo por los pasos apresurados de alguna enfermera o el pitido regular de las máquinas en las habitaciones cercanas. El aire olía a desinfectante, un aroma punzante que a Alejandro le resultaba insoportable, como si cada inhalación le recordara su fragilidad.
Reclinado en la cama, fingía dormir. La venda sobre su frente todavía le dolía y sus costillas, al respirar profundo, ardían como si se abrieran de nuevo. Pero nada de eso lo distraía del verdadero objetivo: mantener la máscara de la amnesia un poco más de tiempo, lo suficiente para atrapar a Isabela en su propio juego.
Ya había recuperado gran parte de sus recuerdos. Emma. La dulzura de su risa en medio del dolor. La firmeza de su mirada cuando defendía a Daniel. La calidez de su cuerpo la noche en que, por fin, se habían entregado el uno al otro. Todo volvía a él como un torrente inevitable, y con cada fragmento recordado, la ausencia de Emma se hacía insoportable.