El amanecer llegó húmedo y gris, con el aire cargado de salitre. Desde la ventana de su cuarto, Emma vio cómo la bruma se extendía sobre el jardín, cubriendo las flores que había plantado días atrás. El rocío parecía apagar los colores, como si el mundo entero se escondiera bajo un velo. Aun así, Daniel corría descalzo por el césped, persiguiendo mariposas torpes que apenas podían volar con tanta humedad.
Emma sonrió con ternura, aunque la sonrisa se quebró pronto. Desde la noche anterior, el ambiente en el castillo había cambiado. Alejandro había sido claro: Isabela no era solo una molestia, sino una amenaza. Y aunque él prometía protección, Emma no podía ignorar la sensación de que algo oscuro acechaba en las paredes, como una corriente fría que entraba por las rendijas.
Unos pasos firmes la sacaron de sus pensamientos. Alejandro apareció en el umbral de la galería, con el abrigo colgado en el brazo. Se detuvo un momento para observarla.
—No dormiste mucho —dijo.
Emma negó con un ge