La tarde caía lenta sobre el castillo. El aire estaba cargado de humedad después de una lluvia pasajera, y el sol se escondía entre las nubes grises como si presintiera la tormenta que se avecinaba, una tormenta mucho más peligrosa que la natural.
Emma había insistido en salir a los jardines para despejarse. Llevaba consigo una canasta pequeña con flores que había recogido junto a Daniel días antes, intentando adornar las ventanas de la casa para hacerla menos sombría. Sus pensamientos estaban dispersos, todavía sentía en la piel el calor de la mirada de Alejandro de la noche anterior, cuando habían compartido un silencio cómodo frente al fuego. Pero esa calma no duraría mucho.
Avanzó por el sendero empedrado, respirando el aire húmedo con una sensación de libertad que siempre se le escapaba entre los dedos. Fue entonces cuando notó algo extraño: el silencio era demasiado absoluto. Ni un pájaro, ni un murmullo de viento. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Quién anda ahí? —murmuró