El aire fresco de la mañana entraba por los ventanales abiertos del comedor. Daniel revolvía distraídamente su taza de leche, hundiendo la cuchara como si buscara respuestas en la espuma. Emma, con el delantal puesto y un mechón suelto cayéndole sobre la frente, colocaba sobre la mesa un plato de panecillos recién horneados. El aroma dulce y tibio impregnaba el ambiente.
—Hoy toca empezar bien el día —dijo ella, con una sonrisa suave, mientras servía una jarra de jugo.
Alejandro, sentado al otro extremo de la mesa, la observaba en silencio. No recordaba la última vez que alguien había preparado un desayuno completo en esa casa. Clara, la ama de llaves, cumplía su labor con dedicación, pero sin añadir calidez; todo era mecánico, casi frío. En cambio, con Emma… hasta los rincones del comedor parecían distintos.
—Huele bien —murmuró Daniel, con un tono tímido pero sincero.
Emma se giró hacia él, contenta de escuchar esas pocas palabras. —¿Quieres probar primero?
El niño asintió. Ella le