París despertaba con un cielo gris, pesado, de esos que anuncian que algo está a punto de romperse. Emma observaba las calles desde la ventana de su pequeño apartamento temporal. Llevaba días sin dormir bien, con el corazón temblando cada vez que una sombra cruzaba el vidrio o cuando el teléfono vibraba sin razón.
Desde la entrevista, su rostro había aparecido en cada portal, en cada noticiero, en cada red social. “Emma Ríos, la falsa benefactora”, “La mujer que manipuló a un millonario”, “El amor detrás de un fraude”. Los titulares se repetían con la precisión de un veneno cuidadosamente administrado.
Sabía que era obra de Leticia Salvatierra. Lo reconocía en el tono frío, en las mentiras calculadas, en las sonrisas de las presentadoras que fingían objetividad. Leticia se había convertido en una sombra omnipresente, una amenaza invisible que se alimentaba del miedo ajeno.
Emma se apartó de la ventana y apretó los puños. Había jurado no volver a temer. Pero esa mañana, por primera vez