París la recibió con lluvia. No una lluvia violenta, sino una llovizna tenue, persistente, que parecía caer desde el alma misma de la ciudad. Las calles brillaban como espejos rotos y el cielo, gris y melancólico, parecía acompañar el peso en el pecho de Emma.
Llevaba tres días en Francia, moviéndose entre nombres falsos y direcciones inciertas. Había llegado siguiendo una pista que nadie le aseguraba cierta: un correo sin firma, una frase breve —“Rue de la Montagne, habitación 408”— y un susurro de esperanza que se negaba a morir.
No sabía si era una trampa, una burla o un milagro. Pero el corazón no se equivoca cuando late con tanta fuerza.
El taxi la dejó frente a un hotel discreto, con fachada de piedra y balcones cubiertos de hiedra. El aire olía a pan recién horneado y a hojas mojadas. Entró con paso tembloroso, el paraguas chorreando, y se dirigió al mostrador.
—¿Tiene alguna habitación registrada a nombre de… Erik Brandt? —preguntó en francés.
El recepcionista la miró brevemen