Los preparativos comenzaron días antes del amanecer.
El jardín del viejo castillo, ahora restaurado y convertido en una extensión del refugio, se transformaba cada día en un escenario de flores, luces y telas blancas que danzaban con el viento.
Lucía se encargaba de la logística; Daniel y Nora corrían entre los pasillos ayudando a colocar lazos en las sillas; y Alejandro, por primera vez en años, no estaba pensando en proteger, huir o planear: solo esperaba el momento en que Emma caminara hacia él vestida de novia.
Aun con toda la alegría, había algo en el aire… una vibración leve, una inquietud invisible.
Emma lo sentía, aunque no lo decía. Tal vez era simple nerviosismo, o tal vez el presentimiento de que la felicidad completa no era algo que el destino entregara sin condiciones.
Aquel amanecer, mientras la bruma cubría el bosque, Emma se miró en el espejo.
Lucía estaba detrás de ella, sosteniendo un ramo de lirios blancos.
—Estás preciosa —dijo con una sonrisa sincera—. No hay pala