El terreno se extendía frente a ellos como una promesa.
Donde antes hubo ruinas, ahora se levantaban muros recién pintados de blanco, ventanales amplios y un jardín sembrado con flores que los niños habían ayudado a plantar. El cartel, aún cubierto por una tela azul, esperaba el momento de su revelación.
Emma caminaba despacio, observando cada rincón. El olor a pintura, a madera nueva y a tierra húmeda se mezclaba en el aire. Su pecho se llenaba de algo que no había sentido en mucho tiempo: paz.
Alejandro la seguía unos pasos atrás, con las manos en los bolsillos y una sonrisa que no lograba disimular.
—Nunca pensé verte tan feliz —dijo con voz suave.
Emma giró, riendo.
—No es felicidad. Es alivio.
—A mí me parece lo mismo —respondió él, acercándose—. Lo hiciste, Emma. Lo convertiste en realidad.
Ella se detuvo frente al edificio principal. En la entrada, una placa metálica esperaba ser descubierta durante la inauguración. Casa Esperanza, se leía en letras elegantes, apenas visibles b