La casa estaba llena de silencio esa mañana, pero no era la calma de antes. Era un silencio expectante, como si las paredes escucharan y los relojes marcaran con cautela. Emma se asomó al jardín: los nuevos sobrevivientes permanecían reunidos bajo el árbol central, sin hablar mucho, apenas cruzando miradas. Desde que el hombre del bosque apareció y cayó muerto frente a ellos, nada volvió a ser igual.
Lucía caminaba de un lado a otro con un teléfono pegado al oído, dando instrucciones.
—Necesito refuerzos, protocolos, todo el perímetro asegurado —decía con voz seca—. Y que no se filtre nada a la prensa.
Emma la observaba desde el umbral. No sabía si admirar su eficiencia o envidiarla por tener algo claro que hacer. Ella, en cambio, sentía que cada paso que daba podía romper algo que apenas estaba sostenido por hilos.
Alejandro apareció detrás de ella, en silencio.
—¿Cuánto dormiste? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
Emma se encogió de hombros.
—Cierro los ojos y escucho dispar