El amanecer se filtraba entre las cortinas cuando Emma bajó las escaleras.
La casa estaba en silencio, pero había una sensación diferente en el aire, una especie de temblor que no era miedo, sino expectación.
En el sofá del salón, los tres recién llegados dormían juntos, envueltos en las mantas que ella les había dado la noche anterior.
La mujer del cabello oscuro —que se había presentado como Adriana— sostenía de la mano a la niña más pequeña, de unos seis años. El joven, de mirada esquiva y cuerpo delgado, permanecía despierto, vigilante, con los ojos clavados en la puerta.
Emma entró en silencio, sosteniendo dos tazas de té.
—No tienes que quedarte despierto toda la noche —le dijo con suavidad.
El muchacho la miró con una mezcla de desconfianza y respeto.
—No puedo dormir. Cada ruido me recuerda a… allá.
Emma asintió.
—A mí me pasaba igual.
El joven tragó saliva.
—¿De verdad estuviste en La Trinidad?
Ella lo miró directo a los ojos.
—Sí. Y salí de allí con vida.
Un silencio pesado