El día amaneció con un silencio inusual.
No había discursos ni cadenas oficiales, solo el eco de una ciudad que había despertado diferente. En las pantallas de todos los canales, el rostro de Fernando Salvatierra, esposado y escoltado por agentes internacionales, se repetía una y otra vez. Los titulares eran una mezcla de asombro y alivio: “Fin de una era”, “El hombre que cayó desde su propio poder”.
Emma observaba en silencio desde la ventana del hospital provisional donde habían atendido a los heridos del ataque. Llevaba una camisa sencilla y un vendaje en el brazo. Alejandro estaba a su lado, con la mirada fija en el televisor.
—Nunca pensé que lo vería así —murmuró ella—. Tantas veces soñé con este momento, y ahora que está ocurriendo… no siento alegría, solo paz.
Alejandro le tomó la mano.
—Es lo que viene cuando el miedo termina. No es júbilo, es descanso.
En la pantalla, Salvatierra caminaba entre los flashes y los gritos de los reporteros. Su traje, impecable como siempre, con