La casa olía a pan recién hecho y flores blancas.
No era una mansión ni un castillo, pero para Emma tenía el valor de todo lo que había soñado y nunca creído posible. En el suelo había muestras de telas, tarjetas con posibles invitaciones, una libreta abierta donde Nora garabateaba nombres de flores para el ramo.
—Yo digo que las rosas son aburridas —dijo la niña, frunciendo el ceño—. Mejor margaritas, son más felices.
Emma rió, recostándose sobre la mesa.
—¿Más felices?
—Sí, porque parecen soles chiquitos —explicó Nora, moviendo las manos como si imitara el brillo del sol.
Daniel levantó la vista desde su cuaderno.
—Yo quiero ser quien lleve los anillos.
—Eso no se discute —contestó Alejandro desde la puerta, con un gesto cómplice—. Ya lo eres.
Llevaba las mangas arremangadas, un rollo de planos bajo el brazo. Se acercó a Emma y le besó la frente.
—¿Ya decidieron el color de las flores o seguimos en guerra floral?
—Margaritas —respondió Nora antes de que Emma hablara.
—Entonces marga