La luz de la mañana entraba oblicua por las rendijas de la persiana, tiñendo de dorado el polvo suspendido en el aire. El ambiente en la casa donde se habían refugiado era de vigilia perpetua: tazas de café olvidadas en las esquinas, papeles apilados hasta formar pequeñas murallas, computadores encendidos con notificaciones que nunca dejaban de parpadear. Cada rostro llevaba en sí la marca del desvelo, pero también el brillo feroz de quienes saben que están a un paso de un desenlace que puede cambiarlo todo.
Rodrigo repasaba una y otra vez el archivo recién recibido. Sus manos curtidas parecían no temblar nunca, pero los músculos de su mandíbula estaban rígidos. Lucía, de pie junto a él, cruzaba los brazos con la misma postura que adoptaba cuando protegía a Daniel, como si aquella carpeta de documentos fuera otro hijo al que debía defender.
—Es real —dijo Rodrigo al fin, con voz grave—. No hay duda.
Lucía soltó un suspiro que era a la vez alivio y vértigo. El expediente que armaban est