El amanecer llegó como una burla. La ciudad despertaba con sus ruidos habituales —bocinas lejanas, pasos en las aceras húmedas, el murmullo de un mercado abriéndose—, pero en la televisión, en la radio y en cada maldito portal digital, la voz de Arturo Salvatierra dominaba el aire.
Los noticieros transmitían en cadena nacional su rueda de prensa: el político, impecablemente vestido, su cabello peinado al milímetro, el rostro pétreo pero con esa seguridad seductora que lo había convertido en líder, hablaba como si fuese la víctima de una gran conspiración.
—Quiero ser claro con el país —declaraba frente a las cámaras, con la bandera nacional a su espalda—. La señora Lucía Montoya ha falsificado documentos para ensuciar mi nombre y el de mi fundación. Su dolor personal, aunque respetable, no justifica la manipulación de pruebas. Esto no es justicia: es una vendetta.
Emma apagó el televisor de un golpe. El silencio que siguió pesaba como plomo en el apartamento que ocupaban temporalmente