El bosque, bajo el manto de la noche, era un laberinto de sombras y sonidos quebradizos. Cada rama que se rompía bajo el peso de una bota enemiga, cada destello de linterna, cada ladrido lejano de los perros de Arturo, era un recordatorio de que el tiempo corría en su contra.
Lucía y Mateo corrían juntos, jadeando, guiados únicamente por la determinación de alejar a los hombres de Salvatierra de Emma, Alejandro y el pequeño Daniel. Las balas zumbaban cerca de sus oídos, rompiendo ramas y levantando astillas de los troncos.
—¡Por aquí! —susurró Lucía, tirando de Mateo hacia un sendero cubierto de helechos.
Él la siguió sin dudar. Sabía que ella conocía ese bosque mejor que nadie; sus años de cautiverio le habían enseñado a sobrevivir entre la maleza y a moverse como una sombra.
Detrás de ellos, las voces de los perseguidores crecían.
—¡No dejen que escapen! ¡Arturo los quiere vivos!
Lucía apretó los dientes. No podía permitir que los atraparan. Sabía lo que significaba “vivos” en la bo