El amanecer entraba apenas en la cabaña, filtrándose por los huecos de las tablas carcomidas. La luz gris iluminaba los rostros exhaustos, las ropas ensangrentadas, el polvo pegado a la piel. Nadie hablaba al principio; el silencio era un alivio, un paréntesis después del infierno de la persecución nocturna.
Alejandro se dejó caer contra la pared de madera, con la camisa rota y la sangre manchando su hombro. Emma, con las manos temblorosas, se arrodilló frente a él.
—Déjame ver —pidió en un susurro.
Él intentó disimular la gravedad de la herida, pero Emma ya estaba rasgando el trozo de tela que quedaba, limpiando con un paño húmedo. El contacto la hizo estremecer: ver su piel lastimada era como ver su propio corazón desgarrado.
—No llores, amor —murmuró Alejandro, con voz ronca—. No es tan profundo.
Emma lo fulminó con la mirada, entre lágrimas.
—¡Casi mueres! —soltó, la voz quebrándose—. ¡Deja de restarle importancia!
Alejandro sonrió débilmente, a pesar del dolor. La acarició con la