La mañana amaneció fría en las montañas. El aire olía a pino y a tierra húmeda después de la llovizna nocturna. La cabaña, sin embargo, parecía un refugio cálido. Emma se despertó antes que los demás, abrazada al cuerpo de Alejandro, que dormía aún con el ceño fruncido, como si ni en sueños pudiera escapar del peso de todo lo que enfrentaban.
Lo observó en silencio, dejando que sus dedos recorrieran la línea de su mandíbula, la suavidad de su cabello oscuro. Cada día junto a él se sentía como un regalo y, a la vez, como un préstamo frágil que el destino podía arrebatar en cualquier momento.
Cuando Alejandro abrió los ojos, lo primero que vio fue a Emma mirándolo con ternura.
—¿Otra vez vigilándome mientras duermo? —bromeó con voz ronca.
Ella sonrió.
—Es que me gusta asegurarme de que realmente estás aquí conmigo.
Él la atrajo hacia sí, besándola lentamente, como si quisiera tatuar ese instante en la memoria. Pero la calma duró poco. El crujido de una rama en el exterior interrumpió el