La ciudad se alzaba frente a ellos como una sombra llena de secretos. Desde la colina, los edificios parecían apenas siluetas recortadas contra la luna, una mezcla de humo, luces amarillas y un bullicio que nunca se extinguía. Para Emma, regresar allí después de tantos días en el castillo y en medio de la huida era como volver a entrar en la boca de un lobo: peligrosa, impredecible, pero inevitable.
El grupo avanzaba en silencio. Alejandro iba delante, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros. Emma lo seguía de cerca, con Daniel de la mano, tratando de transmitirle calma al niño con cada apretón suave de sus dedos. Clara y Mateo cerraban la marcha, atentos a los movimientos, mientras Isabela caminaba unos pasos apartada, con la mirada perdida y el gesto frío que intentaba ocultar su propio torbellino interior.
Llegar al apartamento fue un alivio. Mateo abrió la puerta con rapidez, echando un último vistazo al pasillo antes de ce