El viento soplaba con una fuerza inusitada cuando el carruaje improvisado cruzó las colinas, alejándose cada vez más de las torres iluminadas del castillo. Emma, acurrucada contra el pecho de Alejandro, apenas podía distinguir el horizonte a través del velo de lágrimas que aún no había logrado contener. Su corazón palpitaba con violencia, como si cada golpe fuese un recordatorio de lo que habían dejado atrás: la sombra del enemigo, el eco de los gritos, el fantasma de Don Martín acechando todavía en su piel. Pero también estaba la certeza de algo nuevo, algo que ardía en ella como nunca antes: la mano de Alejandro sujetando la suya, fuerte, protectora, invencible.
El grupo se movía en silencio. Clara y Julián guiaban desde el frente, mientras Isabela, a pesar de su herida en el costado, intentaba mantener la compostura. Daniel dormía sobre las rodillas de Mateo, ajeno al caos que se desataba a su alrededor, protegido por el agotamiento infantil que le robaba el miedo. La noche era esp