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Capítulo 4 – El peso del día

Neriah

El despertar fue brutal. El sol apenas filtraba a través de las pesadas cortinas de mi habitación, y, sin embargo, me deslumbraba. Como si la luz misma quisiera arrancarme de ese sueño ardiente que me había atormentado toda la noche.

Me quedé un instante inmóvil, la respiración entrecortada, el cuerpo aún marcado por esa fiebre sorda, esa mezcla de exaltación y miedo que no quería apagarse. La vela consumida la noche anterior dejaba tras de sí un tenue olor a cera derretida, casi reconfortante en ese silencio opresor.

Me incorporé, los músculos aún entumecidos, y deslicé mis pies descalzos sobre el frío parquet. Cada paso resonaba en la habitación, un eco perturbador, como si el mundo real intentara imponerse brutalmente.

El ritual matutino fue mecánico, casi automático. Me dirigí al baño, donde el espejo reflejó a una mujer cansada pero decidida. El contorno de mis ojos delataba las noches demasiado cortas, la línea fina de mi frente parecía surcada por preocupaciones invisibles. El reflejo de una guerrera enmascarada por el agotamiento.

Dejé que el agua hirviente resbalara sobre mi piel, el chorro rodando por mis hombros tensos, hasta disolver lentamente los últimos vestigios de la noche. Este calor penetrante despertaba mis sentidos adormecidos, apaciguaba la fiebre sorda que rugía en mí. Cerré los ojos un instante, permitiéndome un breve respiro antes de volver a sumergirme en el tumulto.

Luego me vestí con la precisión de una armadura: traje negro perfectamente cortado, camisa blanca inmaculada, zapatos de cuero pulido. Cada detalle contaba, cada pieza era una herramienta de control en este mundo de apariencias y poder. La tela deslizándose sobre mi piel tenía una frialdad casi reconfortante, como una barrera protectora.

En la cocina, el olor del café negro me atrapó, amargo y fuerte, una necesidad para dominar ese fuego interior. Preparé mi desayuno en silencio, una rutina casi ritual: tostadas, un poco de miel, una pizca de sal sobre un tomate maduro. Nada que pudiera perturbar la calma aparente. Todo estaba calculado, controlado.

El teléfono vibró sobre la mesa baja, las primeras alertas del día aparecieron: reuniones, decisiones que tomar, crisis que desactivar. Cada mensaje parecía un golpe de martillo sobre el frágil equilibrio que intentaba mantener. El peso de las responsabilidades me golpeaba de lleno.

Tomé mi bolso, metí mi carpeta, mis notas, y salí del apartamento. La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco, sellando un poco más el mundo de restricciones que me esperaba. El ruido de los pasos rápidos en el vestíbulo, el ascensor que chirriaba suavemente, todo me devolvía a la realidad.

En la calle, el tumulto de la ciudad me engullía. Los rostros apresurados, los coches que tocan la bocina, el bullicio incesante: era el teatro en el que debía interpretar mi papel. Inspiré profundamente, intentando calmar ese temblor interno.

En la oficina, las paredes de vidrio reflejaban la agitación exterior, un recordatorio constante de que nada me era ajeno. Los colaboradores desfilaban, algunos con sonrisas forzadas, otros con miradas penetrantes, tratando de evaluarme, de adivinar mis debilidades.

Cada llamada telefónica era una batalla, cada negociación un duelo silencioso. Pero a veces, en medio de esos intercambios formales, mi mente se escapaba, regresando a ese rostro, a esa mirada intensa que había trastornado mis certezas. Ese fuego, esa perturbación, que no quería apagarse.

Liam

El despertador sonó con una brutalidad familiar, cortando el silencio de la habitación espaciosa y minimalista. Me quedé un instante inmóvil, la cabeza pesada por pensamientos tumultuosos. El peso de la víspera y de los días pasados pesaba mucho sobre mis hombros.

En el baño, el espejo me devolvió la imagen de un hombre marcado, pero sólido. El hombre que debía ser, dueño de sus emociones, inquebrantable ante las tormentas interiores que amenazaban con abrumarme.

Bajo la ducha, el agua helada azotaba mi piel como una bofetada salutífera, despertando cada fibra de mi cuerpo. Este ritual diario me ayudaba a reenfocarme, a forzar la calma en este caos latente. No había lugar para la debilidad. Cada mañana, ese frío mordiente era un desafío, una lucha silenciosa por mantener el control.

Me vestí rápidamente con mi uniforme: camisa negra impecable, pantalón de traje oscuro, corbata anudada con cuidado. Una armadura de apariencia fría para ocultar el tumulto que rugía en mi interior.

En la cocina, el café negro y amargo, espeso como un remedio, me daba la fuerza para enfrentar el día. El teléfono vibró de inmediato, mostrando una cascada de mensajes, recordatorios, crisis que gestionar. Los informes urgentes se acumulaban, cada información añadiendo peso sobre mis hombros ya cargados.

Dirigí mi mirada a la ventana, a la ciudad aún adormecida. Abajo, las calles comenzaban a animarse, llevando consigo la promesa de un día tan implacable como el anterior.

Tomé una profunda respiración, una última mirada a mi reflejo, como si de ahí pudiera extraer la fuerza para aguantar.

Cada decisión venidera sería una elección entre destrucción y conquista, cada minuto un paso más hacia un futuro incierto.

Tomé mis llaves, cerré la puerta tras de mí, y luego me uní a la frenética carrera del poder.

Las horas se deslizaban, implacables.

Neriah y Liam, cada uno a la cabeza de sus respectivos imperios, cargaban con una carga invisible, pero palpable. Maniobraban con cuidado, utilizando una fría estrategia, buscando preservar el frágil equilibrio que habían construido.

En la oficina, Neriah soportaba los embates: colaboradores ambiciosos, socios impredecibles, mercados inestables. Su mirada escrutaba cada detalle, su voz cortante imponía su voluntad. Pero detrás de esa máscara de autoridad, su mente a veces vacilaba, desgarrada entre lo que debía ser y lo que quería ser. La imagen de Liam, la quemadura secreta que los unía, volvía a atormentar sus pensamientos como un estribillo obsesivo.

Liam, por su parte, hacía malabares con las alianzas políticas, las traiciones furtivas, los desafíos financieros que definían su poder. Detrás de su fachada impasible, se libraba una lucha íntima. El peso del control, la exigencia constante, todo eso erosionaba sus certezas. Y, sin embargo, esa quemadura en el fondo de su pecho era una llama alimentada por una promesa, una tensión invisible que no podía ignorar.

Los días se sucedían, marcados por el poder y la necesidad de nunca flaquear. Pero bajo esta superficie helada, el fuego secreto crecía, listo para consumir todo a su paso.

El peso del día pesaba mucho. Las cenizas del silencio, por su parte, aún ardían.

El día apenas comenzaba, pero ya el destino se infiltraba en cada decisión, cada aliento, cada mirada.

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