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Capítulo 3 – Las cenizas del silencio

Neriah

El regreso al interior me pareció irreal, como si fuera una extranjera que regresaba de un sueño demasiado intenso para ser verdad. La fiesta aún bulliciosa detrás de la puerta cerrada, las risas falsas y las conversaciones insípidas retomando su lugar. Pero yo estaba en otro sitio. Tan lejos.

Cada paso resonaba en el mármol como una disonancia. Sentía que flotaba, el cuerpo aún cargado de la electricidad de la noche. A veces, los rostros se volvían hacia mí, pero no los veía. Solo lo veía a él.

Mis pies descalzos habían dejado huellas húmedas sobre la fría piedra del jardín. Aún podía sentir el contacto de la tierra contra mi piel, el olor salvaje de la noche que flotaba a mi alrededor, la huella invisible de su presencia en mi brazo.

Su mirada me había atravesado. No era una mirada ordinaria. No había pedido nada. Había tomado. Como si mis secretos ya le pertenecieran.

En mi pecho, un fuego nuevo ardía, un fuego a la vez dulce y cruel. Un deseo brutal, una tensión sorda que me consumía lentamente, ferozmente. Nada tierno. Nada pacífico. Un desgarrón, sí. Una fisura abierta por una mano que aún no conocía.

Me encerré en la soledad de mi habitación, cerrando la puerta al mundo ruidoso y vano. Allí, en la oscuridad, dejé que mis pensamientos se desbordaran, incontrolables. Lejos del tumulto, pero no en paz.

¿Quién era él? ¿Por qué esta intensidad, este peso en mi corazón? ¿Por qué este fuego que me había atrapado en el mismo instante en que nuestras miradas se habían cruzado?

No era alguien sentimental. Me habían enseñado a cerrar mis emociones, a no dejar que nada se notara. Pero esta vez… era diferente. Como si algo enterrado desde hace años se hubiera roto, hubiera salido a la superficie.

Me sorprendí recordando su rostro, cada detalle grabado en mi memoria. Sus ojos, sobre todo. Esa luz ardiente que parecía contener tanto la promesa del peligro como la de un refugio imposible. Una luz antigua. Una luz que creía haber visto antes, en otro lugar, en un recuerdo que no podía captar.

Me pellizqué el labio, intentando ahuyentar esa imagen que no quería desvanecerse. No bastaba con cerrar los ojos. Él estaba allí, en mis venas. En mi aliento.

Y, sin embargo, en el fondo de mí, una parte de esperanza tenaz se había encendido. Una chispa que no había sabido apagar.

Liam

De regreso en la casa, el mundo parecía de repente demasiado estrecho, demasiado ruidoso, demasiado artificial. Cada sonido, cada risa, cada mirada me taladraba la cabeza. Ya no podía soportar esta mascarada.

Sabía que había visto algo prohibido, algo inexplicable, en ese jardín bañado por la luna roja. No era solo ella. Era lo que ella despertaba. En mí. En el mundo.

Me encerré en la habitación más aislada, dejando la puerta cerrarse tras de mí como un desafío lanzado al universo. Una fuga. O un intento de supervivencia.

Apoyé mi frente contra la fría pared, tratando de calmar la tormenta que rugía dentro de mí. Pero nada se aquietaba. Ella estaba allí, en todas partes.

Esta mujer, Neriah… Era más que un enigma. Era una quemadura viva en mi mente, una llama que no podía ignorar ni apagar.

No sabía nada de ella, y, sin embargo, tenía la dolorosa sensación de conocerla desde siempre. Como si mi cuerpo recordara, aunque mi memoria permaneciera muda.

Recordaba su mirada, sus labios entreabiertos, el escalofrío que había recorrido su cuerpo cuando la había tocado. Un escalofrío que yo también sentía, aún más intenso. Una resonancia.

Sabía que esa noche, nuestro encuentro robado, iba a alterar nuestras vidas. No era un capricho. No era una atracción pasajera. Era otra cosa.

Pero aún no sabía hasta qué punto. Y temía descubrirlo.

Neriah

Las horas pasaron, pesadas y lentas. El sueño me eludía, y cada vez que mis párpados se cerraban, era su rostro el que aparecía en mi mente. Esa silueta inmóvil, esa luz en sus ojos, esa voz ronca que había susurrado mis defensas. Creí estar protegiéndome, pero él había atravesado mis murallas en un parpadeo.

Finalmente, me levanté, con las piernas temblorosas, y encendí una vela. Su llama titilante parecía ser el único punto luminoso en esta oscuridad que me envolvía. Bailaba como yo, incierta.

Tomé un cuaderno y un bolígrafo, y comencé a escribir, tratando de domar este fuego interior. Cada palabra trazaba un rastro de cenizas.

No sé qué pasó. Es como si una parte de mí se hubiera despertado, una parte que ignoraba. No sé si él es un peligro… o una promesa.

Dejé que la pluma corriera sobre el papel, vaciando mis pensamientos, mis dudas, mis miedos. Mis deseos también. Una parte de mí quería huir. La otra quería correr hacia él.

Luego, en un rincón de la habitación, un viejo espejo captaba la luz de la vela. Me levanté para mirarme. Mi reflejo me dio la impresión de una bofetada.

Miré a esta mujer que me observaba, y que ya no reconocía del todo.

Su cabello negro, desordenado, enmarcaba un rostro pálido y fino. Sus ojos, grandes y profundos, brillaban con una intensidad nueva, como si una llama interior los animara. Su piel era suave pero marcada por los días demasiado largos, las noches demasiado cortas.

Tenía la sensación de ser una extranjera en mi propio reflejo, una mujer desgarrada entre dos mundos. Una frontera invisible se había abierto, y la había cruzado sin querer.

Sopló sobre la llama de la vela, sumiendo la habitación en una oscuridad envolvente. Un silencio pesado, casi sagrado, se instaló.

Y fue en esta noche silenciosa que comprendí que nada volvería a ser igual.

Liam

El día había amanecido cuando finalmente me desplomé en el sofá, exhausto pero incapaz de apagar este fuego que me consumía.

La promesa muda de esa noche, el peso de esa mirada, la quemadura que me había recorrido… Todo eso me atormentaba. Y cuanto más buscaba entender, más me hundía en lo desconocido.

No solo deseaba a ella. La necesitaba. Esa parte de mí que ella había despertado.

Pero todo en mí gritaba que era un error. Que acercarme a ella sería como desatar una tormenta que nada podría detener.

Sabía que el destino había cruzado nuestros caminos por una razón. Pero ya temía el precio a pagar.

Porque este fuego, por intenso que fuera, no podía ser más que un preludio del dolor. Y, sin embargo, a pesar de todo, no tenía ganas de apagarlo.

El silencio retomó sus derechos.

Pero en las sombras de esta casa, una guerra silenciosa acababa de comenzar.

Una guerra entre el deseo y el miedo, entre la luz y las tinieblas, entre lo que habíamos sido y lo que estábamos a punto de convertirnos.

Y solo era el comienzo.

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