Neriah
La oficina se alejaba detrás de mí mientras mis pasos resonaban en el vestíbulo, frío e impersonal. El ascensor, lento e implacable, parecía tragar mi aliento a medida que descendía hacia la calle.
El estruendo de la ciudad se colaba en mis oídos, pero con cada bocina, cada susurro, mi mente no dejaba de volver a él. Liam. Su rostro, sus palabras calladas, esa mirada que me quemaba más que todas las luces.
El frío mordía mis mejillas, pero no sentía nada. El viento deslizaba sobre mi abrigo negro, el ritmo regular de mis tacones en la acera marcaba una melodía dolorosa. Cada paso me acercaba a ese apartamento que temía tanto como deseaba volver a encontrar.
Quería huir, sumergirme en la multitud, pero era él quien acechaba mis pensamientos, quien cavaba un vacío ardiente en mi pecho. ¿Qué estaba haciendo, en este momento? ¿Pensaba en mí, en el peso invisible que ambos llevábamos?
El trayecto parecía interminable, cada semáforo en rojo se convertía en una pausa insoportable, un momento en el que mi corazón se aceleraba, como si quisiera escapar. Abracé la bolsa contra mí, un gesto casi desesperado, como para aferrarme a una realidad tangible.
Finalmente, la puerta del edificio se alzó ante mí, fría y austera. Levanté la vista, conteniendo un aliento que no parecía terminar.
En la oficina, unas horas antes
Las miradas se bajaron en cuanto entré en el espacio abierto. La agitación se reanudó como por reflejo: clics nerviosos en los teclados, documentos hojeados a toda velocidad, conversaciones susurradas en un silencio artificial.
— Hola, dije con una voz calma pero tajante.
Nadie respondió, pero todos me saludaron con un movimiento de cabeza casi militar. Camille, la única que no huyó de mi mirada, se acercó con un expediente.
— Neriah, tenemos una reunión urgente a las 14h. El cliente quiere revisar la propuesta antes de la firma.
— Muy bien, dije sin levantar los ojos de la pantalla. Prepárame un resumen sintético. Y, sobre todo, que nada se deje al azar esta vez.
Ella asintió, tragándose la saliva. Sabía que mi reputación me precedía: gélida, exigente, implacable. No tenía amigos aquí. Solo colegas que me temían tanto como esperaban impresionarme.
Un pasante pasó a mi lado, casi tropezó. Ni siquiera levanté la cabeza. Balbuceó una disculpa, y luego desapareció a toda velocidad.
Más tarde, en la sala de reuniones, todos ya estaban en su lugar. Tomé el asiento principal, posando mi mirada sobre cada uno de ellos con una lentitud calculada.
— ¿Entonces? dije con voz neutral.
Un silencio de unos segundos precedió la intervención de uno de los socios.
— Hemos revisado los números. El margen es más ajustado de lo previsto.
— Muéstrenme, ordené.
Él extendió el documento. Lo estudié, garabateando anotaciones rápidas.
— Recalcular con una cláusula escalonada a tres años. Y aumenten el primer pago en un 5%. El cliente no se opondrá si quiere asegurar el contrato. Y si se opone... no merece ser nuestro cliente.
Nadie se atrevió a replicar.
Un joven abogado, visiblemente nuevo, murmuró:
— Pero… ¿es sostenible este tipo de negociación agresiva a largo plazo?
Giré lentamente la cabeza hacia él. Se sonrojó, luego palideció.
— ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
— Tres semanas.
— Entonces escucha y observa. Y tal vez un día entenderás por qué soy yo quien está en esta mesa, y no tú.
Un silencio de plomo se abatió. Incluso Camille bajó la mirada.
Liam
Las últimas luces del día se apagaban sobre la ciudad cuando salí del edificio. El crepúsculo extendía su velo gris sobre las calles animadas, pero en mi mente, todo ya era oscuro, pesado de silencio.
El trayecto a casa transcurría como una repetición mecánica. Mis pensamientos, sin embargo, se negaban a abandonar esa imagen que se imponía en cada instante: Neriah, sus rasgos tensos, esa fuerza frágil que me fascinaba y me consumía.
Crucé a transeúntes, rostros indiferentes, pero no les presté atención. Mi corazón latía al ritmo de esa tensión latente, un dolor agridulce, ese fuego que no quería extinguirse.
La noche envolvía poco a poco la ciudad, y, sin embargo, era ella quien me iluminaba, a pesar de mí. El silencio de mi apartamento me recibió, pero solo era el vacío donde resonaban sus murmullos, sus no-dichos.
Dejé mis llaves sobre la consola, la garganta apretada, y por un instante, me atreví a esperar que ella pensara en mí, que sintiera esa misma quemadura en lo más profundo de ella.
En la oficina, unas horas antes
— Señor, la reunión con el consejo de administración comienza en diez minutos, dijo la voz fría de su asistente.
— Muy bien. Que me esperen si es necesario, respondí mientras ajustaba mi corbata con un gesto seguro.
A su paso, los empleados se congelaban. Algunos fingían hacer llamadas, otros se refugiaban tras sus pantallas. Una palabra, un fruncido del ceño eran suficientes para ponerlos en alerta.
En el ascensor, una asistente intentó romper el silencio.
— ¿Quiere que le envíe el último informe en versión papel?
La miré un momento.
— Quiero que lo entiendas. Después, me lo transmitirás.
Ella se encogió contra la pared, asintiendo con la cabeza.
En la sala del consejo, todo estaba listo. Los rostros, mayormente masculinos, mostraban cierta tensión.
— Señores, comenzó Liam, estamos en una encrucijada. Los números hablan por sí mismos: debemos actuar rápido, y sobre todo, de manera decisiva.
Uno de los administradores, un veterano de expresión escéptica, lo miró fijamente.
— ¿Y si no lo seguimos?
Liam lo miró a su vez, sin una palabra. Pasó un largo silencio. Luego respondió:
— Entonces compraré sus acciones. Y ustedes abandonarán este edificio antes de que termine la semana.
Un murmullo inquieto recorrió la sala.
— ¿Está bromeando? preguntó otro.
— ¿Parezco estar bromeando?
El silencio se hizo total.
El peso del día no desaparecía con la noche.
Se aferraba a ellos, en cada aliento, cada mirada robada, cada pensamiento que callaban.
Y en esa espera muda, en esa soledad compartida, su fuego secreto continuaba creciendo.