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Capítulo 19 — Aquellos que se reconocen Nerya

 Salida de la oficina

No esperaba verlo.

No allí. No ahora. No así.

Apoyado en mi coche, con los brazos cruzados, mirada oscura. Una presencia cruda, inalterada. Calmado en apariencia, pero su silencio grita. No se mueve. Me espera. Sabe que vendré.

Me detengo a unos pasos. El aire está saturado. De electricidad. De tensión. De deseos reprimidos durante demasiado tiempo.

— ¿Qué haces aquí, Liam?

Mi voz es serena. Mi rostro impasible. Pero dentro de mí, todo tambalea. Mi corazón golpea como un tambor de guerra. Mi piel se tensa como un arco.

Él me examina. No con dureza. Con… una intensidad grave. Una sed de verdad.

— Sabes muy bien por qué estoy aquí.

Me quedo en silencio.

Porque sí. Lo sé.

Él se endereza. Avanza. Lentamente. Cada paso es un latido. Una amenaza suave. Una promesa.

— Debemos hablar, dice.

— No aquí.

— No. No aquí.

Abre la puerta del pasajero de su coche, como si todo estuviera ya escrito. Previsto. Irrevocable.

Me quedo paralizada. Una parte de mí grita que no ceda. La otra… la otra ya avanza.

Subo.

El silencio nos envuelve. No busca llenar los vacíos. Y no aparto la mirada. Porque es en ese silencio donde todo cobra forma. En el eco de lo que arde en nosotros.

Él conduce con esa maestría que tiene de todo. De mí. Del momento.

La ciudad se difumina, se aleja. Las farolas se convierten en cicatrices de luz en las ventanas. Mi aliento se acelera, y sé que no es la velocidad.

Se detiene frente a un edificio sobrio, casi secreto. Una fachada elegante, pero discreta. Seleccionada con cuidado. Como cada detalle en él.

Lo sigo. Mis tacones resuenan débilmente. Pero no es el sonido lo que me atormenta. Es él.

El ascensor nos absorbe. El espacio entre nosotros es mínimo, cargado de una tensión magnética. Su brazo roza el mío. Pero no toca. Y eso es peor.

Siento su calor. Su mirada.

Y tengo ganas de que me agarre. Que me arranque de este papel que he interpretado durante demasiado tiempo.

Él abre la puerta de su apartamento.

Y lo entiendo de inmediato.

Es un lugar íntimo. Un lugar verdadero. Madera oscura, luz tenue, calor discreto. Es un mundo que no ofrece a nadie. Excepto a mí.

Cruzo el umbral. Él cierra la puerta. Y el mundo cambia de textura.

Me doy la vuelta.

Él está allí. De pie. Inmóvil.

Pero su mirada me quema.

— ¿Por qué haces esto? susurro.

Mi voz es áspera. Rugosa de verdad.

— Porque me niego a hacer como si nada. Porque tú todavía te niegas a decir lo que sientes.

Cruzo los brazos. Defensiva. Mecánica.

— No es tan simple.

— Sí. Eso es exactamente. Es simple.

Él se acerca.

— Lo que hay entre nosotros no es una distracción. No es un accidente. Es un llamado. Una evidencia.

Retrocedo un paso. Él avanza otro. Hasta que no haya nada entre nosotros.

— ¿De verdad crees que puedo arriesgarlo todo por un impulso? pregunto, con la voz temblorosa a pesar de mí.

Él se inclina, muy cerca. Su aliento acaricia mi piel.

— No es un impulso. Es un instinto. Es un recordatorio.

Sus dedos rozan mi mejilla. Su mirada me clava.

— Tú controlas todo, Nerya. El poder, los hombres, las decisiones. Pero no esto. No a mí.

Me siento derrotada. Desnuda sin que él necesite quitar nada.

— ¿Y tú? ¿Qué quieres?

Su mano desliza lentamente por mi cuello. Siente mi pulso.

— Quiero que me confieses que tienes miedo. No de mí. De lo que despierto.

Cierro los ojos. Mi cuerpo responde antes que mi conciencia. Se inclina, susurra contra mis labios:

— Dilo.

— Me odias por lo que me he convertido.

— Te deseo por lo que todavía escondes.

Abro los ojos.

Y me quiebro.

Lo beso.

No un beso. Un abandono. Una tormenta.

Él responde, voraz, completo. Sus brazos me aplastan contra él. Mi chaqueta cae. Mis dedos se aferran a su nuca, a su cabello. Lo devoro como se bebe después de una larga agonía.

Él gruñe contra mis labios. Me levanta. Mis piernas se enrollan alrededor de él. Me empuja contra la pared del pasillo. Su frente se aplasta contra la mía.

— ¿Vas a dejar de mentir ahora?

Respiro, jadeante. Y susurro:

— Sí. Te quiero.

Sus labios regresan. Más lentos. Más profundos. Me lleva hasta el salón. Me deposita como una ofrenda. Su boca sobre la mía. Su mano en mi nuca. No me desviste. Me revela.

Su mano se detiene. En mi brazo.

El glifo.

Él retrocede apenas. Lo mira. Su aliento se suspende.

— También lo viste.

Asiento con la cabeza.

— El bosque. La sangre. El aullido.

— Pensé que era un sueño.

— Fue un recuerdo. El nuestro.

Se sienta cerca de mí. Nuestros alientos se cruzan. Nuestras miradas se enganchan.

— No ha terminado, digo. Solo fue un fragmento.

Él acaricia suavemente el glifo.

— ¿Y si lo encontramos? ¿Juntos?

Lo miro. Y entiendo. No habla de un viaje. Habla de nosotros. De un vértigo a dos.

Lo toco. Él estremece.

Y en ese escalofrío, me encuentro.

Ya no estoy sola.

Me mira como si no fuera solo una torre de cristal. No solo un nombre. Me mira como si fuera lo que queda cuando todo lo demás cae.

Me inclino hacia él. Nuestros frentes se rozan.

— Tengo miedo, Liam.

Él cierra los ojos. Su mano aprieta la mía.

— Entonces no temas más que conmigo.

Me duermo contra él. Por primera vez en años.

Y en ese sueño, no hay caída, ni máscara.

Solo un aliento compartido.

Y una promesa que nace, sin palabras.

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