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Capítulo 18 — Aquellos que se desgarran

Liam

La noche cae. Finalmente.

Cierro las cortinas. Apago mi teléfono. Intento ignorar lo que palpita bajo mi piel.

Me acuesto sin creerlo.

No espero dormir.

Pero el sueño me sorprende. Brutal. Como una cuchilla en la nuca.

Y caigo.

Caigo en un sueño negro.

Pero no es un sueño.

Lo siento. Es más... antiguo. Más denso. Más real. Como si me hundiera en un recuerdo que no me pertenece.

No realmente.

Y sin embargo... sé que todo me pertenece.

---

Un bosque.

Espeso. Salvaje. Empapado de niebla y olores animales. Los árboles se alzan como columnas de piedra, inmóviles y torcidos. El suelo está encharcado, cubierto de hojas muertas y de sangre antigua. La luna, casi llena, apenas se asoma entre las nubes. Su brillo titila, como si supiera lo que está por venir.

Y corro.

Pero no son mis piernas.

Son patas poderosas.

Estoy bajo. Flexible. Musculoso. Mi respiración es rítmica, precisa. Cada músculo está tenso, afilado. Siento la tierra húmeda bajo mis garras. Siento las vibraciones del suelo, el viento en mi pelaje, los latidos de los demás a mi alrededor.

No estoy soñando.

Soy el lobo.

Soy el instinto bruto, la memoria que aúlla.

A mi alrededor, ellos también corren.

Seis. No, siete. Ocho. Quizás más.

Sombras vivientes. Bestias de colmillos y silencio. Su aliento ecoa al mío. Nos rozamos. No hablamos. Sabemos.

No somos una manada.

Somos una fractura.

Un campo de batalla que respira.

Una tensión eléctrica y animal satura el aire. Cada movimiento, cada paso es una advertencia silenciosa. Los músculos tensos. Los corazones listos para estallar.

No somos hermanos.

Somos herederos en guerra.

Y esperamos la señal.

Viene.

Un gruñido, grave, áspero, rasga el silencio.

A mi izquierda: un lobo inmenso. Negro carbón. Más grande que todos. Su pecho es ancho. Su hocico babea. Sus colmillos ya están al descubierto. Y sus ojos...

Rojos.

No naturales. No vivos.

Marcados por la traición.

Lo conozco.

No sé cómo, pero lo sé.

Es él. El pérjuro. Aquel que rompió los pactos.

El antiguo Alfa.

El hermano que volvió a la manada contra sí misma.

Frente a él, otro.

Más joven. Pelaje gris acero. Marcas negras recorren su flanco. Una cicatriz profunda surca su hombro izquierdo. Pero no se rinde. Gruñe, también. Su mirada es franca. Orgullosa. No retrocede.

Y yo, lo sé. Siento.

Soy de él.

Soy su protector.

Su segundo. Su sombra. Su aullido.

No lo he decidido.

Mi cuerpo ha decidido.

Me coloco a su lado.

Mi flanco toca el suyo.

Y el mundo deja de respirar.

El negro salta.

El gris también.

Y todo se enciende.

Un desbordamiento.

Un huracán de colmillos y fuego.

Aullidos desgarran el bosque. La sangre brota en chorros pesados. El suelo tiembla bajo las cargas. Los árboles se doblan bajo los impactos.

Muerdo.

Rasgo.

Derribo a un lobo más grande que yo. Intenta empujarme. Clavo mis colmillos en su garganta. Su sangre es caliente. Fétida. La siento fluir contra mis colmillos. Sacudo la cabeza. Se desploma.

No siento nada.

Sin remordimientos.

Solo la certeza.

Estoy aquí para eso.

El gris tambalea. Una mordida en la pata. El negro lo aplasta. Quiere acabar con él. Su hocico se abre.

No.

Aúllo.

Un aullido tan profundo que detiene todo.

El tiempo se suspende.

Incluso las sombras se congelan.

Y me lanzo.

Impacto contra el negro de lleno. Rodamos. Nos estrangulamos. Nos rasgamos. Muerde mi flanco. Aúllo de nuevo. Una fuerza me atraviesa. Viene de más lejos que yo.

Soy la sangre de los ancianos.

Soy el fuego olvidado.

Y mis colmillos encuentran su garganta.

Muerdo.

Desgarro.

Siento su aliento apagarse.

Y no suelto.

No antes del final.

Y cuando el silencio regresa, pesado, profundo, levanto la vista.

Todos los demás me miran.

No se mueven.

Me reconocen.

Sumisión.

Respeto.

Y más aún: espera.

Pero no hay paz.

No todavía.

Solo fue un fragmento.

Una primera guerra.

Un recuerdo entre otros.

Una clave, en un laberinto más vasto.

Y me despierto.

De golpe.

Empapado en sudor. El cuerpo en llamas. El corazón latiendo como un tambor de guerra.

Me incorporo. Mi respiración es corta. Mis sábanas están desgarradas. Mis uñas son oscuras. Más largas. Como si...

Aparto la colcha.

Y en mi brazo...

Una línea roja. Fina. Alargada. Como una antigua rasguño.

Pero no es una herida.

Es una marca.

Un trazo antiguo.

Un glifo.

Lo reconozco.

Lo vi en el cuaderno de mi madre. En la cubierta. En los huesos.

En las paredes de mi infancia.

Y está en mí.

Grabado en la piel.

Ardiendo suavemente.

No sé cuánto tiempo permanezco allí, paralizado.

Pero sé una cosa.

Este sueño... no fue un delirio.

No fue una proyección.

No fue una metáfora.

Fue un recuerdo.

Un legado.

Un destello de lo que soy.

Una memoria de la sangre.

Una de esas que mi madre temía.

Y apenas comienza.

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