Nerya
El vestíbulo de la sede es un océano de vidrio y mármol. Una escena aséptica donde cada detalle, cada superficie reflectante, cada silencio educado ha sido pensado para imponer el control.
Y yo soy el corazón de este orden.
Cada mañana, lo atravieso en línea recta, silueta negra en este decorado de acero, luz fría y silencio contenido. Los tacones de mis zapatos resuenan como un reloj de guerra sobre el suelo brillante. Esta mañana no es la excepción. Pero hay una falla.
Lo siento. Dentro de mí.
Mi atuendo es estricto, hecho a medida para mí. La chaqueta antracita se ajusta a mis movimientos, ocultando la tensión crispada de mis hombros, la quemazón de mis pensamientos. Soy una armadura, una entidad. Y, sin embargo, vacilo.
En cuanto las puertas correderas se abren a mi paso, el murmullo se interrumpe. Conversaciones suspendidas. Teclados congelados. Tazas detenidas a medio camino entre la mesa y la boca. Las miradas se levantan. Una ola de anticipación. De miedo. De fascinación.