El insomnio de Valery no tenía forma, ni límite, ni tregua, era como un veneno que se filtraba entre sus pensamientos y la dejaba en un estado de alerta constante.
El reloj marcaba las tres y media de la madrugada, y la casa reposaba en un silencio profundo, quebrado únicamente por el leve crujir de la madera envejecida y el murmullo sutil del viento que rozaba los ventanales como si intentara contarle secretos antiguos.
Sentada en el sofá del salón, inmóvil, con las piernas cruzadas sobre el terciopelo burdeos que rozaba su piel como un susurro antiguo, percibía aún el tenue aroma a sándalo que impregnaba las paredes tras siglos de uso de incienso.
El calor residual de una chimenea ya apagada le acariciaba las pantorrillas, mientras sus dedos rozaban distraídamente el borde bordado de un cojín desgastado por el tiempo y la espalda recta, parecía más una estatua esculpida en mármol pálido que una mujer.
La oscuridad era casi absoluta, apenas interrumpida por el brillo tenue de la luna